Antes, bastaba un poco de papel, varitas de bambú y buen pulso para hacer volar los sueños. Las piscuchas eran el plan de domingo, el orgullo del barrio y la alegría del viento. Hoy, esa tradición aún resiste y nos sigue conectando con lo que fuimos.
De octubre a diciembre los vientos comienzan a soplar, los cielos de El Salvador se llenan de color gracias a un juguete tradicional que ha acompañado a muchas generaciones: la piscucha. Más que un simple pasatiempo, volar piscuchas es una costumbre que une familias, despierta la creatividad y mantiene viva una parte importante de nuestra cultura.
En El Salvador llamamos piscuchas a las cometas o papalotes, aunque en otros países reciben nombres distintos como volantín, barrilete, culebrina o papagayo. Lo curioso es que el término “piscucha” es único en nuestro país, y aunque su origen es incierto, es parte esencial de nuestra identidad.
No existe un modelo único ni tradicional. Las piscuchas pueden ser grandes o pequeñas, hechas con papel periódico, papel de china, plástico, y con varas de bambú o carrizo. Cada una es diferente, resultado de la creatividad y el ingenio de quien las hace.
Un toque muy salvadoreño: la tómbola
Un elemento que distingue a nuestras piscuchas es la tómbola o carrete. Esta estructura de madera permite enrollar y manejar el hilo con el que se controla la piscucha. Hecha de bastidores rectangulares unidos y giratorios, la tómbola es tan importante como la propia cometa, y forma parte del encanto artesanal de esta tradición.
Su historia
Las piscuchas tienen su origen en China, donde se usaban desde el año 400 a.C. para enviar señales militares y con fines científicos. En Europa llegaron en el siglo XII, y su función fue variando hasta convertirse en un juguete popular.
Durante la colonización, las cometas llegaron a América con los europeos y se fueron adaptando a las distintas culturas. En nuestro país, aunque no hay un registro exacto, se sabe que la tradición llegó con los españoles y se fue transmitiendo de generación en generación.
En América, el término “papalote” proviene del náhuatl y significa “mariposa”. Sin embargo, en El Salvador adoptamos el nombre “piscucha”, que parece ser exclusivo y que da a nuestro juego un sello propio.
Santa Tecla y sus artesanos
Un ejemplo vivo de esta tradición es Santa Tecla, donde artesanos como Rogelio Antonio Hernández han dejado su huella. Rogelio comenzó a fabricar piscuchas por pedido de su hijo, usando papel periódico y varas de bambú. La creatividad de Rogelio y la ayuda de su esposa para decorar las cometas hicieron que pronto sus piscuchas fueran las favoritas de muchos niños.
Estas piscuchas se volaban en lugares emblemáticos de la ciudad como El Cafetalón, el Hospital San Rafael y el Oratorio Salesiano. Rogelio es recordado como el constructor de piscuchas, y su trabajo alegró a muchas generaciones.
Festival de la Piscucha
Entre octubre y noviembre, en municipios como Ilopango, La Unión y San Salvador, se organizan festivales para celebrar esta tradición. Allí se realizan concursos de vuelo y de fabricación, talleres y actividades para que las nuevas generaciones conozcan y disfruten esta costumbre.
Además, escuelas, casas de cultura y parques como el Saburo Hirao se suman para mantener viva esta celebración.
Aunque hoy en día las piscuchas ya no son tan populares entre los niños, la tradición continúa en muchos hogares y comunidades. Algunos prefieren comprar piscuchas hechas por emprendedores locales, mientras que otros siguen fabricándolas en familia, especialmente en los meses de viento.