Condenados a ir sin rumbo entre los cañales y los ríos, la Siguanaba y el Cipitío son el resultado del enojo de Tláloc tras la traición hecha hacia su hijo.
Aunque El Salvador alberga un sinfín de leyendas, hay dos historias en particular que se han ganado un espacio privilegiado en la mente de los salvadoreños. Si bien no es de extrañarse que algunos mitos sean desconocidos para algunos sectores, sin duda alguna las historias de la Siguanaba y el Cipitío son la excepción. Hablar de una de ellas, siempre llevará a mencionar la otra, ya que parecieran ser las dos caras de una misma moneda. Por un lado está la ternura y picardía que genera este pequeño niño con sombrero de palma, mientras que por el otro, encontramos la angustia y el terror de toparse con la Siguanaba.
Pero, ¿cómo se originaron dos de los relatos populares más importantes de la mitología salvadoreña?
El despojo de la belleza
Si bien muchas de estas leyendas tienen algunas variantes en los diferentes países de latinoamérica, el personaje de la Siguanaba es bastante conocido en Centroamérica y países como México, Colombia, Venezuela y Ecuador por mencionar algunos; y aunque estos relatos contienen algunas similitudes, en cada país se brindan rasgos propios de su cultura que hacen de la Siguanaba un personaje aún más aterrador para cada región.
En el caso de El Salvador, la Siguanaba no nació siendo la aterradora figura que se nos ha contado de generación en generación, nacida como Sihuehuet, cuyo nombre significa “mujer hermosa” en nahuat, ella era una mujer campesina quien con su indudable belleza consiguió enamorar al príncipe nahua e hijo del dios Tláloc, Yeisun. De esta unión nació el único hijo de la pareja, a quien llamaron Cipitío. Algunas versiones de esta historia dicen que Sihuehuet y Yeisun se separaron luego de que él tuviera que irse a la guerra, mientras que otras no dan mayores detalles. Sin embargo, ambas llegan al mismo desenlace. Sihuehuet decide desentenderse de su hijo en busca de la atención de otros hombres.
Tláloc, al enterarse de esta situación, se enfurece y condena a la mujer quitándole su belleza y cambiando su nombre a Siguanaba, que significa “mujer horrible”. Desde entonces, ha tenido que vagar por los campos, especialmente por las quebradas y ríos, donde se les aparece a los hombres para llevarse sus almas. En un principio, la Siguanaba se presenta como una mujer hermosa, con su cabello negro y largo suelto. Al conseguir la atención de los hombres y que estos se acerquen hacia ella, se transforma completamente como una mujer de apariencia horrible, con el pelo despeinado bajando sobre su busto caído para así poder robar sus almas.
Pero, ¿hay alguna forma de evitarlo? Según cuentan algunos, es posible liberarse del fatídico destino que te espera si la ves, basta con morder una cruz o medalla y encomendarse a Dios o decir en voz alta la frase “Adiós comadre María, patas de gallina seca”. Aunque muchos creen que el remedio más efectivo es tomar valor y acercarse hasta poder tomarla del cabello y jalarlo. Esto provoca que la Siguanaba grite y corra del lugar, dejando libres a sus presas.
El niño eterno
Ahora bien, las acciones de su madre derivaron en un castigo para ella, pero también para el Cipitío, condenado a ser un niño de 10 años para siempre. Algunos mencionan que esto fue un castigo, mientras que otros aseguran que se trató del regalo de la juventud eterna.
Al contrario que su madre, el Cipitío no es un personaje de cuidado. Su actitud traviesa y juguetona se debe a que, sin importar el tiempo, sigue siendo solo un pequeño, lo que lo lleva muchas veces a hostigar a las personas, especialmente a las jóvenes bonitas con el fin de enamorarlas y ganarse su corazón.
En cuanto a su físico, este icónico personaje del folklore salvadoreño aparece vestido de blanco y con un gran sombrero de palma. Además, tiene los pies al revés, por lo que seguirlo es una tarea confusa y casi imposible.
Al igual que su madre, el Cipitío está condenado a vagar por el campo, especialmente por los cañales y los ríos. A pesar de que ambos sean el resultado de una misma historia, el destino de la Siguanaba y el Cipitío no podría ser más distinto entre sí.