Octubre es la excusa perfecta para reunirse en la sala de la casa, apagar las luces y compartir los relatos que nuestros abuelos contaban. Aunque algunas eran anécdotas que les habían contado, otras eran experiencias que habían vivido en carne y hueso. Sin importar el origen, una cosa era cierta, no existía la tranquilidad luego de oírlas.
Como ha sido tradición en muchas de las casas salvadoreñas, las leyendas forman parte del entretenimiento familiar, sin importar la época del año o el momento del día. Cualquier excusa es un buen motivo para recordar aquellos relatos que nos han quitado el sueño, especialmente cuando estamos solos en nuestra cama en el silencio de la noche.
Estas narraciones, además de entretener y asustar, dejan en evidencia la riqueza cultural del país con historias que se remontan a la época precolombina y colonial. Gracias a ellas, es posible tener un vistazo sobre las creencias que los habitantes de esta región tenían y cómo el enojo de una deidad podía convertirse en uno de los más voraces castigos.
La mitología salvadoreña navega por los diferentes pasajes de la historia y se nutre de los distintos eventos que han marcado al país. Desde relatos históricos hasta mitos contemporáneos que ya no ubican únicamente a estas apariciones en pueblos remotos del país. Provocando que el miedo nos invada al hacer un paseo en carretera por la noche o al caminar de regreso a casa atravesando la ciudad. El terror se transformó y se abrió un lugar aún en las grandes ciudades, dejando a todo el mundo expuesto a estas experiencias.
Tras escuchar y leer las historias que hoy quisimos compartir con nuestros lectores, nos queda claro algo, no solo podemos encontrar el horror en películas, libros, videos y más; escuchar los relatos que se han transmitido de generación en generación en nuestra familia también nos hace darnos cuenta que también tenemos historias que nos pueden llegar a impactar y fascinar. Así, finalmente podremos darnos cuenta que el folklore salvadoreño está lleno de historias capaces de estremecernos, especialmente por la certeza que un día podemos toparnos frente a frente con ellas.