Las danzas folklóricas siguen siendo uno de los espectáculos más impresionantes de la identidad salvadoreña que guarda una historia de lucha.
Septiembre es el mes, que por naturaleza, sale a relucir la identidad salvadoreña. Las instituciones educativas se preparan para las actividades que conmemoran el mes cívico y entre las cosas que nunca faltan están los tradicionales bailes típicos. Ya sea “El Torito Pinto”, “El Carbonero” o las cumbias que se han vuelto tan características como “Mi País” o “El Sombrero Azul”, lo cierto es que con el tiempo estas representaciones se han convertido en lo que muchos entienden por danzas folklóricas. Y aunque muestran parte del bagaje e identidad cultural salvadoreña, reducir el folklore a esto no es justo.
Para entender mejor todo este asunto es importante tener claridad con algunos términos. De acuerdo al maestro Marcial Gudiel, quien ha dedicado su vida a la enseñanza de la danza folklórica y a la investigación de la misma, para que algo sea considerado folklore es necesario que cumpla con ciertas condiciones. De este modo, un fenómeno folklórico debe ser cultural, influenciado por dos o más culturas, funcional, anónimo, antiguo y empírico.
Entonces, ¿qué es y qué no es una danza folklórica? ¿Cuál es el origen de esta práctica en el país? Gudiel establece que el mejor punto de partida para entender la danza folklórica en el país es la danza de los historiantes. Dichas piezas se establecen en el país con la llegada de los españoles a tierras salvadoreñas y el proceso de mestizaje, donde se despojó la creencia politeísta para establecer el cristianismo. Sin embargo, en este proceso fue necesario que se retomaran y mantuvieran algunos aspectos, prácticas o creencias propios de los pueblos nativos para evitar la resistencia y el rechazo a esta nueva cultura y tradición.
De este modo, muchas de las historias que eran compartidas por medio de la tradición oral pasaron a convertirse en bailes que contaban esa misma historia a través de movimientos corporales acompañados de música. Pero este formato no se limitó únicamente a un forma de contar historias, sino que también recrean rituales y ceremonias propias de una región para poder seguir transmitiéndolas a otras personas con el fin de mantenerlas vivas.
En medio de esta transición e hibridación de la cultura surgieron grandes personajes importantes para el reconocimiento y promoción de las danzas folklóricas. Por un lado está María de Baratta, quién además de ser musicóloga, también es considerada la primera folclorista salvadoreña. Parte de su trabajo fue categorizar la música folklórica y promoverla por medio de obras de su propia autoría o adaptaciones de música popular.
En cuanto a la danza, Morena Celarié se convirtió en una de las figuras más importantes de su época, e incluso de la actualidad. Encargada de diversos grupos coreográficos, la maestra y bailarina promovió la danza dentro y fuera del país con coreografías de su autoría, las cuales se encontraban influenciadas por el levantamiento indígena de 1932 y las consecuencias del mismo.
A pesar de que Morena Celarié volvió a visibilizar las expresiones indígenas a través de la danza tras los fatídicos hechos del 32, todo lo que ella sabía la había aprendido de forma empírica, por lo que no existía una técnica de enseñanza como tal para la formación de los futuros bailarines de la época. Fue hasta la llegada de Marcial Gudiel a la Escuela Nacional de Danza cuando el método de enseñanza se sistematizó y se estableció la técnica que cimentaría la formación de los bailarines. Gudiel para ese entonces además de seguir fortaleciéndose como bailarín ejecutante, había realizado múltiples investigaciones en la teoría de la danza y el folklore.
En medio de estos acontecimientos, específicamente en 1940, otro fenómeno revolucionaría el mundo de las danzas folklóricas y el folklore en general. En esta ocasión llegaría por medio de un nuevo género musical: el xuc. Este estilo musical fue creado por Francisco Palaviccini y cuenta con influencias caribeñas, africanas y españolas. La primera canción publicada de este género fue “Adentro Cojutepeque” y otros ejemplos son “Carnaval en San Miguel”, “El Torito”, entre otras. La popularidad del mismo llevó a que en 1958 se creara la primera coreografía de este estilo.
Los esfuerzos de todos estos personajes por mantener viva la identidad salvadoreña a través del baile y la música han hecho que aún en la actualidad el entusiasmo las danzas folklóricas sigan vivas, motivando a grandes y chicos para iniciar o continuar su formación en el mundo de dichas danzas.