Una dulce tradición en riesgo

Dulce de panela

El Salvador aunque es pequeño en territorio, posee una infinidad de costumbres y tradiciones que han sido adoptadas de generación en generación para mantenerse vivas con el paso del tiempo.

Nuestros antepasados dejaron una huella imborrable en la gastronomía, los oficios, la vestimenta y en prácticas ancestrales que, hasta el día de hoy, siguen vigentes y se niegan a desaparecer.

La molienda de caña de azúcar es una de ellas. Esta práctica artesanal, que ha perdurado por décadas, ha sido testigo de tiempos de bonanzas y adversidades, ha sobrevivido a terremotos, guerras y hasta a la llegada de ingenios azucareros. No obstante, sigue en pie, reinventándose, sin perder la identidad. 

En la actualidad, el futuro de estos trapiches y sus productos enfrenta una encrucijada; la mano de obra es escasa y los que saben de este oficio están envejeciendo, la molienda sigue prevaleciendo. 

Para los que crecieron en las moliendas, la panela de dulce es más que un simple manjar de El Salvador, es la memoria colectiva de un pueblo que, desde tiempos precolombinos, ha utilizado la caña de azúcar para endulzar, y como un símbolo de resistencia e identidad.

Además, ha sido una fuente de trabajo para miles de personas de la zona rural, cuyas manos son las que le han dado ese sabor único a cada panela que llega a los hogares salvadoreños, y más allá de las fronteras patrias.

Lo mejor de todo es que el jugo de caña de azúcar tiene el don de transformarse en deliciosos batidos, melcochas y panela granulada que cautivan el paladar de los salvadoreños.

Su sabor viaja acompañando cada platillo cuscatleco: los nuégados, las torrejas, los alborotos, los ayotes en miel, y acompaña las mañanas de los compatriotas, poniendo dulzura al café y provocando una explosión de sabores en sus paladares.