Desde que nuestros antepasados se agruparon para enfrentar las amenazas de su entorno, la unión ha sido la clave de la supervivencia.
En esos tiempos, pertenecer a un grupo no solo significaba la diferencia entre la vida y la muerte, sino también la posibilidad de compartir recursos, valores, objetivos, ideales, seguridad y protección.
Hoy nuestra supervivencia ya no depende de cazar mamuts o defenderse de tribus rivales, pero las razones que nos impulsan a querer pertenecer a algo más grande que nosotros mismos siguen siendo las mismas.
En estos tiempos, la necesidad de pertenecer a un grupo se ha manifestado de distintas formas: desde los hippies hasta los punks, desde los emos hasta los ravers, desde los skaters hasta los metaleros, desde los hinchas y barras de fútbol hasta los bikers y moto clubs.
Imaginen por un momento esta escena: una estampida de motociclistas, ataviados con chalecos de cuero, rugiendo, volando en el asfalto, persiguiendo aquel horizonte anaranjado a través de paisajes que van quedando atrás pero que se alojarán en la memoria.
Este es el tipo de experiencia que los moto club ofrecen a sus miembros. Pero, más allá de la adrenalina y la emoción de la velocidad, estos clubes encarnan valores que se han ido perdiendo en una sociedad llena de prejuicios y de apariencias.
Los ideales que comparten los miembros de un moto club trascienden las diferencias de edad, género, raza o condición social. Viajan de un país a otro y comparten experiencias con otros moto club.
Se trata de un vínculo forjado en la pasión por las motocicletas y la aventura, pero que se fortalece con la fraternidad que se profesan. Es por eso que los moto club también desafían estereotipos y son un recordatorio de que las apariencias nos engañan y que los prejuicios no tienen cabida en una sociedad que aspira a ser más justa e inclusiva.