La cocina tiene la capacidad de sacar el lado más creativo de cada uno de nosotros. Aunque las recetas sean distintas, el estar cerca del fuego une a todos los que deciden explorar sus habilidades culinarias.
Hay hipótesis. Hay teorías. Una de las más populares en la actualidad es que nuestros antepasados comenzaron a consumir carne hace más o menos unos 2.5 millones de años. De ahí para acá, el recorrido ha sido largo. Descubrimos y domesticamos el fuego; hicimos herramientas cada vez más complejas; las sociedades se volvieron cada vez más grandes, los hábitos alimenticios fueron cambiando lentamente.
En algún momento indeterminado de la historia, creamos la parrilla, ese aparato que también es un ritual social que conocen prácticamente todas las sociedades del mundo, especialmente las latinoamericanas: la carne de algunos animales específicos puestas sobre unos fierros al fuego y dejado ahí por unas horas. Alrededor de eso hay risas, abrazos y cariño. No es necesario que alguien se case o que alguien cumpla años para concretarlo. Es una experiencia que no necesita justificarse. Nos alimentamos a nosotros y a nuestros seres queridos.
Asar carne es, para muchas personas, algo más parecido a una liturgia que a un trámite para conseguir comida.
“Trabajar cerca del fuego”
Alejandro Cuéllar es el chef ejecutivo de Grupo Cardedeu. Tiene 12 años de ser chef, pero siempre vivió rodeado de buena cocina. Todos los domingos son día de asado familiar en casa de sus papás. Su papá practica la pesca deportiva; su mamá tenía un negocio de banquetes.
“Creo que es una experiencia bonita trabajar cerca del fuego”, dice. Y así lo hace. Cocinar un lechón sobre fuego indirecto, en forma de cruz, le puede llevar entre 3 a 5 horas. “Hay que saber jugar con el fuego”, explica mientras lo hace. Además, dice que prefiere asar con leña porque dice que le da un sabor distinto a la carne.
Le gratifica la experiencia de ver a la gente recibir el corte de carne que ha pedido.
Se podría decir que Alejandro es minimalista en cuanto a la preparación de la carne. “Yo siento que la carne tiene su propio sabor y que eso se tiene que respetar. De ahí, podés hacer algo para acompañar ese corte de carne”, asegura.
Su experiencia como chef ejecutivo de Grupo Cardedeu le permite diseñar y acompañar el desarrollo de tres restaurantes, pero los asados a la parrilla siguen teniendo un lugar central en su vida profesional.
La Roosevelt
Pero para tener un panorama más amplio, tenemos que movernos a otro tiempo y a otras circunstancias.
Blanca Reyes era emprendedora. Como muchas otras mujeres salvadoreñas trabajaba para sacar adelante a su familia. Una vez, alguien le ofreció el local de la esquina de la Roosevelt y le dijo que ahí nadie nunca había vendido comida. Blanca aceptó. Armada con una parrilla, comenzó a vender carne asada.
Así el 8 de enero de 1988 entre la alameda Delano Roosevelt y la 35 avenida sur, en San Salvador, Blanca Reyes fundó Carnitas La Roosevelt, un ícono de la comida popular salvadoreña. No es para menos, este restaurante tiene 35 años de existir, siempre con el mismo concepto: carne de pollo, de res y de cerdo asada a la parrilla.
Hoy el local es mucho más amplio que hace 35 años, aunque sigue estando en la misma esquina; tienen más empleados, más clientela y a la par de doña Blanca se encuentra Karla Reyes, su hija, quien también dirige el negocio. Pero hay cosas que no han cambiado en estas tres décadas y media: la carne asada en la parrilla, la amabilidad de las dueñas y los precios.
Los platos de carne han subido de precio con el paso del tiempo, como es normal, pero doña Blanca es implacable para mantener los precios de los platos económicos: en las Carnitas La Roosevelt se puede comer desde el $1.50 en adelante. Un precio difícil de creer con el actual costo de la vida. Aunque es negocio, muchos clientes tienen años acá. Cada ocho de enero, doña Blanca le regala pastel a todos los que llegan, sin importar el plato que compren.
Con tantos años ahí, Las Carnitas son parte del imaginario de San Salvador.
El vínculo
Aunque de contextos distintos, y pensados para públicos distintos, lo que Alejandro y Blanca comparten es una tradición heredada por los asados.
Para Alejandro no es solo su forma de ganarse la vida siendo chef, una relación más personal e íntima con el proceso, es también una herencia familiar.
Para Blanca y Karla, que no son chefs, pero sí administran uno de los locales más icónicos de asados de la capital, no es muy distinto.
En ambos casos, lo que prevalece es la relación íntima y familiar, el encuentro cercano alrededor de las brasas, con la carne cociéndose, mientras los comensales comparten y disfrutan el momento con los suyos, con su tribu.