Han pasado 2.5 millones de años, más o menos, desde que nuestros ancestros comenzaron a comer carne. No era entonces nada parecido a lo que hacemos hoy.
En el libro Catching Fire: How Cooking Made Us Human, el autor Richard Wragham explica que aquellos homínidos pasaban el 25% del día masticando su comida, pero después pasaron dos cosas importantes: se desarrollaron cuchillos, lanzas y demás herramientas con filo, que permitió romper más fácilmente la piel de los animales y llegar a la parte comestible. La segunda y más importante fue la domesticación del fuego.
Con el fuego a su favor, comenzaron a cocinar la carne. Con el tiempo, esto provocó que el intestino y los dientes se volvieran más pequeños, porque masticar y digerir carne cocida es mucho más fácil que la carne cruda.
Eso llevó, a su vez, a que el cráneo y el cerebro se volvieran más grandes. Un cerebro más grande, con más conexiones neuronales, y además más complejas, desarrolló una mayor capacidad cognitiva; nació el lenguaje y el escalamos hasta el tope de la jerarquía de las demás especies del mundo. Pasamos de una especie más entre todo un ecosistema mundial lleno de otras muchas criaturas, a dominar el mundo. En el mejor y en el peor sentido posible.
Desde entonces hasta hoy las cosas han cambiado demasiado. El lenguaje nos hizo fuertes. Construimos y destruimos ciudades, imperios. Avanzó la ciencia y tecnología hasta volverse más inverosímil que la magia o la ficción. Encontramos curas para enfermedades, pero también creamos armas de destrucción masiva. La organización humana se volvió cada vez más y más compleja: gobiernos, iglesias, asociaciones, supraestados, megaimperios… Pero la carne sobre el fuego sigue ahí.
Esa liturgia que de por tan elemental, sigue estando vigente. Desde los antiguos cazadores-recolectores, que necesitaban organizarse entre varios para cazar una presa grande y, luego, sentarse todos en comunidad a comer, hasta los asados familiares de los domingos, en casa o en un restaurante.
La ceremonia del asado sigue ahí, vigente: sentarnos en comunidad, con las personas queridas, a jugar con el fuego o a esperar que un experto lo haga, para alimentarnos, pero también para disfrutar.
Porque a la domesticación del fuego le debemos ya demasiadas cosas, pero no está de más agregarle una más: gracias a eso, alimentarse dejó de ser una simple necesidad fisiológica y se convirtió en un placer.
Los asados son, pues, no solo la subsanación de una de las necesidades más básicas de todas, sino una razón más para agradecer por la vida. Y eso también se lo debemos al fuego.