Levanten la mano todos lo que alguna vez en su vida han visto “Forrest Gump”. Si es así, probablemente recuerdes la escena en la que nuestro protagonista decide dejar su casa una mañana y empezar a correr. Si tienes buena memoria también recordarás que esta decisión implica un antes y después. Puede ser que esta decisión se deba al deseo de huir de su vida y las pérdidas que durante años venía arrastrando. Lo cierto es que un día empezó a hacerlo y no paró.
Quizás en la vida real no sea todo tan dramático, pero al igual que Forrest, el correr puede significar un punto de partida para las personas que deciden adentrarse en esta actividad. No es necesario perder a alguien para empezar a correr y no detenerse. Basta con una miga de inconformidad para querer cambiar por completo nuestras vidas.
Si bien estos giros de 180 grados pueden o no ser visibles para quienes nos rodean, definitivamente tienen un impacto en nuestras vidas que nos cambian de manera inexplicable. Este antes y después trasciende lo físico (lugar donde estos cambios son más evidentes), llegando a lo más profundo de nuestro ser donde replanteamos toda nuestra vida hasta cuestionarnos quiénes somos y si la vida que llevamos es lo que siempre soñamos.
Muchas veces, el simple hecho de correr una, dos o tres cuadras, tiene el poder de cambiar nuestro día, semana o mes, dejándonos esa sensación de querer más. La adrenalina y endorfinas se liberan y finalmente nos damos cuenta que eso es lo que hemos estado buscando. A partir de allí ya no hay vuelta atrás. Cada día representa un nuevo reto, un kilómetro más, cinco minutos más corriendo. Ese deseo solo crece y terminamos por probarnos, por retarnos, por llevarnos al límite porque sabemos que finalmente somos capaces.
De repente nos preguntamos ¿qué hubiese pasado si no hubiera corrido esa cuadra más? ¿Si no hubiera aguantado diez minutos más? ¿Si no me hubiese inscrito en mi primera carrera? ¿Si, simplemente, jamás hubiese empezado a correr?