“Pido lealtad a la amistad y comprensión al Arte y a los Artistas”. Esto lo escribió Julia Díaz en 1984. Un año antes había fundado el Museo Forma, el primer museo de arte clásico salvadoreño. Antes de eso no había nada, solo el museo nacional de antropología.
Pero esta no era la primera vez que Julia le abría un espacio al arte en El Salvador. Veinticinco años antes, en 1958, fundó la Galería Forma, la primera galería de arte del país. Dos hitos separados por un cuarto de siglo, pero que responden a la misma devoción, al mismo sueño, de la misma artista.
Díaz pertenece a la primera generación de artistas formados en la escuela de Valero Lecha, aquel pintor español al que algunos todavía le endosan el título de Padre de la Pintura Salvadoreña.
Con ella vendrían nombres que todavía perviven en la memoria del país: Noé Canjura y Mario Araujo Rajo, por mencionar algunos.
Artistas en un país apático; pioneros de un tesoro que nadie busca.
Quizás —y aquí entramos al terreno de la conjetura— por eso Julia hizo lo que hizo: abrió espacios, apoyó como pudo a los artistas que venían detrás, se volvió portavoz del arte y los artistas. Quizás por eso sintió la necesidad de pedirles a ambos comprensión: es difícil explicarle a un pueblo hambriento y vapuleado por qué el arte es importante; pero el arte es importante porque nos humaniza y hay que decirlo. Julia lo dijo.
Han pasado 65 años desde aquella primera galería y 40 desde aquel primer museo. Han pasado artistas, reconocidos y no; talentos, cultivados y no; nombres y biografías; guerras, gobiernos y desgobiernos; atrocidades y bondades, y el Forma sigue ahí: un estandarte sistemáticamente ninguneado por la sociedad en general, pero que cada vez se vuelve más necesario que nunca.
Porque las 64 obras que componen la colección que trabajó Julia Díaz no son un patrimonio de su familia ni de la fundación que lleva su nombre: es un patrimonio de El Salvador; es un mapa de la pintura salvadoreña del siglo XX. Es un mirarnos a nosotros mismos a través de los ojos de los artistas que nacieron, vivieron, amaron y murieron en el mismo terruño que hoy habitamos.
No es la primera vez que se habla de Julia Díaz, de su obra, de su museo, de su legado. Tampoco será la última.
Pero creemos que el arte no es, ni debe ser, un placer de las élites, sino un caudal del país. Porque el arte nos vuelve humanos, nos sensibiliza y nos enseña a ver las cosas desde otro lado y con empatía. También nos narra la historia, el pasado, tan fundamental como los sueños para vivir y sobrevivir.
Ella lo sabía y lo dijo tantas veces como pudo.
“Mi obra ha sido dolorosa, escasa, es un grito que no acaba de salir. Mi interesante obra continúa. Nací para la lucha…”, escribió Julia en el mismo texto de 1984.
Y su obra continúa, de la mano de jóvenes artistas a los que nunca conoció, pero que en su herencia siguen encontrando el espacio para mostrarle al mundo que el arte y los artistas siguen acá. De pie. Dándole forma al caos.